Pensaba que nunca podría olvidar mi primera clase de yoga. Me equivocaba. Hace unos días, una amiga (“¿Cómo empezaste en esto?”) me llevó a la primera vez que crucé la puerta de un estudio de Yoga. Hace años que no había vuelto a pensar en ello. Al regresar desde donde estoy ahora me quedó muy claro que mi vida cambió, exactamente, en aquel instante.
Una buhardilla diáfana, brillante. Seis mujeres en mallas. La más joven, la que me había abierto la puerta, lucía un aspecto, unas maneras y una melena lisa y negra que decidí reconocer como propias de “alguien que hace yoga”. Cinco minutos después, tras un delicado interrogatorio para hacerme la ficha, apareció el profesor. Del umbral de la puerta pasó, directamente, a la primera posición en mi nueva casilla mental de “Alguien que hace yoga”, éste, con mayúscula. La primera impresión se acrecentaría a lo largo de toda la clase. Hoy, quince años después, sigue ahí, más asentada que nunca. Una de las grandes certezas de mi vida.
Lo importante aquel día en el que mi vida cambió sin que yo me enterase no fueron la atmósfera o los gestos. Varias veces el profesor se acercó a mí para colocarme mejor en alguna de las posturas. Mi entrenamiento de ex bailarina me hacía capaz de adoptarlas fácilmente, o eso creía yo, pero bajo su toque descubría las capas y capas de esfuerzo desde las que realmente me estaba moviendo. La presión de las manos o del cuerpo del profesor revelaba mis excesos y mis carencias de una manera, a la vez, directa y tranquila. Podía percibir cómo yo me apoyaba en mis puntos conocidos, saturándolos, descuidando zonas del cuerpo que nunca había aprendido a manejar. “Relaja aquí”, dijo apoyando una mano en mi costado durante Trikonasana, y entonces sucedió algo inesperado. Mi brazo, perfectamente estirado con mis impecables acciones musculares, se relajó y se estiró infinitamente más (o al menos la longitud de mi sorpresa sí fue infinita). Lo que más me impresionó de mi primera clase fue la certeza de que vivía en un cuerpo que no conocía, y existía alguien que no era yo, que lo conocía y manejaba muchísimo mejor. En una palabra: había esperanza para mí.
La carrera de ser mujer perfecta
Me había apuntado a Yoga sin saberlo, pero me había apuntado por desesperación. Necesitaba descansar. Necesitaba desesperadamente encontrar un espacio para mí en el que no tuviera que hacer algo todo el tiempo para sostenerme. Lo había encontrado también sin saberlo. Creo que así nos pasa casi todo lo que es esencial en nuestra vida.
La sala de yoga estaba a menos de cinco minutos de mi casa, pero recorrer aquella distancia me había llevado años. Años de preparación para ser perfecta en todo. Mujer, madre, trabajadora, compañera. Palabras voraces que cada año que pasaba exigían muchas más. Un título no bastaba, el inglés no bastaba, la informática no bastaba, conducir no era suficiente. No bastaba saber cocinar; había que saber sorprender a los sentidos con los platos. No bastaba con estar con los niños; había que leer manuales de instrucciones sobre cómo sí y cómo no estar con ellos para que en su futuro fueran adultos plenos (algo que yo no era y no me cualificaba como la mejor maestra, por cierto). No bastaba ser compañera; había que ser amante, esposa, cómplice… y madre. Más manuales de instrucciones, más datos. Nunca suficientemente buena. Hasta para cambiar el móvil me leía cientos de páginas para encontrar el mejor a mejor precio. El yoga fue la manera en la que pude pararme.
Ir a clase de Yoga no era hacer un curso para adquirir una nueva habilidad para ser mujer perfecta. Ir a clase de Yoga era dejarme en paz. Era descansar hasta de ser mujer. Y al dejarme en paz aparecía algo. Algo inevitable, algo evidente que siempre había estado ahí y nunca antes había visto. Yo no era mis habilidades adquiridas. Yo era yo cuando me dejaba en paz. Mi brazo se estiraba cuando se lo permitía, no cuando yo lo hacía.
Todo esto lo sé ahora; en aquel momento aprendí de la única manera posible de hacerlo: me enamoré del profesor.
Mensajero del Amor
Iba a todas las clases y los cursos que daba. Su presencia en mi cuerpo me ayudaba a revelar un núcleo de luz inmaculado que siempre había sabido que estaba allí pero nunca había encontrado. Mi entrenamiento en casa me ayudaba a tenerlo cerca. Mi cuerpo era la huella de su tacto, el recuerdo del calor, la presión de su cuerpo y su voz siempre suave y tranquila. Estaba definitivamente enamorada y feliz… cuando “hacía yoga”. Me dejé la melena larga y lisa.
Y él no hacía nada para sacarme de este estado porque no era cosa suya; era algo exclusivamente mío, era exactamente lo que yo estaba necesitando. Para ser justa debo señalar que tampoco él hacía nada para enamorarme. Él era él, y tenía un mensaje esencial para mí. La única manera en la que pude escuchar el mensaje de amor fue enamorarme del mensajero. ¿Habrá otra?
Bueno, tal vez él sí hizo una cosa. Con el tiempo me ayudó a perdonarme por ser Mujer (con mayúscula). Hoy reconozco que entonces odiaba a los hombres, la causa de mi constante esfuerzo por su infantil violencia que había creado el mundo que yo y mis compañeras teníamos que cambiar. Ser mujer era no ser un hombre. Era ser mejor. Y ser Mujer era un trabajo excesivo, imposible. Así pensaba yo sin saberlo cuando me encontré con un hombre que me decía que el Yoga tenía un alma femenina, y por eso resultaba tan beneficioso para los hombres (¿Qué hombres? En clase no había ninguno más que él?). Mi profesor (ya me pertenecía) decía que practicar Yoga era dejar ser al ser, no intentar ser el ser, no fingir. De repente me apuntaban que la verdad es por sí misma, y cuanto hacemos por intentar hallarla es un esfuerzo innecesario que la oculta, como si uno buscara el sol con una vela un despejado día de viento. ¡Que no se apague! Lo comprendía perfectamente porque lo comprendía con todo mi cuerpo. Cuando me dejaba ser durante mi práctica de Yoga, era yo. Mi brazo era mi brazo, no el esfuerzo de sostenerlo. Cuando fingía las posturas era una Mujer intentando la perfección, que consistía en no permitir que nada cayese. Empecé a relacionar lo femenino con una receptividad y una escucha amorosa y profunda. Ser mujer iba dejando (a ratos, normalmente los de la clase) de ser un esfuerzo. Claro que, al mismo tiempo, me enamoraba más del profesor que me revelaba cosas tan hermosas.
Soltando lo que no es
Comprender todo esto me tomó su tiempo. Se lo está tomando aún hoy. Esta, como todas, no es una historia lineal. Hace varios años que mi profesor vive en otra ciudad. No nos vemos. Pero cada vez que practico sigo escuchando su voz y su tacto me acompaña amorosamente. Ya no son suyos. Son míos. Es una parte mía profunda, intemporal, perfectamente en calma que toma su voz para hacerse oír. Sigo enamorada de él, como estoy enamorada de todo lo demás. Enamorarme del profesor me sirvió para enamorarme de la práctica. Practicar es sumergirme en el amor. ¿Amor hacia el profesor? Sí porque el profesor, tu maestro, es el instante. El instante en el que amas. El maestro es amar que tú eres, y todo es, el regalo de la Vida.
Hoy amo mi vida, La Vida (con mayúsculas otra vez) por lo que es, no por lo que cuelgo de ella sosteniéndolo con un esfuerzo mitológico. Ir aquel día a aquel estudio de Yoga cambió definitivamente mi vida. Había empezado mucho antes, no puedo decir exactamente cuándo. Continúa aún hoy, pero desde el momento en el que abrí aquella puerta mi vida fue llenándose de Amor, con mayúsculas, al aprender a ir soltando lo que no lo era.
Mi primera clase de Yoga, ¿cómo pude olvidarla? Evidentemente porque no ha terminado.
Lalita Santos, practicante de Yoga Anusara,
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